“Siempre me han dado ataques, y por lo general, con la misma
intensidad. Una vez que me siento en el avión, se incrementa la taquicardia que
empieza en el aeropuerto. Siento un cosquilleo en las manos que me sube hasta
los brazos y me llega a la boca. Entonces el cuerpo me tiembla, me quedo súper
rígida, me da frío, pero, paradójicamente, sudo mucho. Lloro desconsoladamente
hasta que me dan ganas de levantarme y gritar para que me saquen de ahí. Todo
eso sin ni siquiera haber despegado”, así describe la española Paula Pereira la
agonía padecida cada vez que le toca volar.
Y es que aunque “la probabilidad de morir en un accidente aéreo es de una en 11
millones, mientras que la de fallecer en un suceso automovilístico es de una en
cinco mil”, según refiere el portal www.vuelos.com.mx, las estadísticas apuntan a
que “uno de cada cinco pasajeros vuela con malestares que pueden llegar al miedo
y uno de cada tres presenta sobresalto al abordar un avión”, afirma Liliana Aróstegui,
licenciada en Psicología y directora de Alas & Raíces, organización argentina con más
de 10 años de trayectoria dedicada a superar la Aerofobia o Aviofobia.
A juicio de la versada -quien durante 18 años se desempeñó en la Obra Social de
la Asociación de Pilotos de Líneas Aéreas en Argentina atendiendo a pilotos y a sus
familiares-, esta aprehensión aparece “dentro de los Trastornos de Ansiedad, como
una fobia específica”. En este sentido, aclara que se trata “de un temor excesivo e
irracional bien sea a la presencia de un avión o a la necesidad de subirse a ellos”.
Cualquiera de las circunstancias descritas se forja “en el hecho de haber experimentado
una situación de estrés signifi cativo en un avión o en otra ocasión de la vida”. En
los factores desencadenantes, también se contempla “el haber escuchado o visto
imágenes de un accidente o el estilo de crianza” dependiente y signado por la
peligrosidad, lo que abona la aparición de fobias en la adultez.
Paula Pereira coincide con la experta al relatar que su turbación brotó a raíz del
siniestro de Spanair el 26 de agosto de 2008 en el aeropuerto de Barajas en
Madrid, España: “Me tocó viajar al siguiente día y mi avión despegó desde una pista
muy cercana al lugar de la tragedia. Durante el descenso, pude ver la zona por la
ventanilla y desde aquel instante el miedo se apoderó de mí”.
Lidiar con la percepción de que “me parece contra natural que el hombre pueda
trasladarse por el aire en un aparato que pesa muchas toneladas”, ha sido la chispa
que enciende el desasosiego en Irina Gari, una cubana de 28 años de edad titulada
en Administración de Empresas. Según cuenta, las reservas se incrementaron en
octubre del año pasado cuando tuvieron que detener la nave en la que iba por un
desperfecto: “Viajaba desde Milán a Madrid y ya en la pista, próximos al despegue,
el avión giró y lo detuvieron por un fallo. Tuvimos que esperar a que lo arreglaran y,
una vez listo, sufrí dos horas de intenso terror”, confiesa esta nieta de un mecánico
aeronáutico criada por un padrastro piloto.
Aire desconfiado.
Lo que para unos deviene en placer, en otros despierta angustia.
Y es que de acuerdo a una encuesta realizada por Alas & Raíces -empresa surgida
ante la motivación de algunos pilotos al toparse con personas que, por recelo,
podían llegar a parar un avión o no permitían el cierre de las compuertas, según
devela la directora de la entidad-, en conjunción con el Laboratorio de Estudios
Regionales en Opinión Pública de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad
Torcuato Di Tella, “se determinó que 40% de las personas viajan tranquilas -hasta
que aparece un disparador-, 23% son miedosos asumidos y 23 % son no declarados,
porcentaje integrado por quienes, aún con el susto, no evitan desplazarse”, explica.
Al desenredar “los nudos” de quienes padecen las coacciones de esta amenaza
paralizante explica que, por lo general, se trata de “individuos muy inteligentes,
creativos y sensibles, tríada que los hace propensos a dramatizar, ‘catastrofi zar’ y
magnifi car sensaciones que otros pasarían por alto”.
Paralelamente, refiere que este tipo de perfi les “suelen tener una alarma
siempre encendida, son súper vigilantes de los movimientos y ruidos del avión
así como de las caras de los comisarios y auxiliares abordo. Para ellos, todo es
señal de peligro por el que muchas veces postergan periplos personales para
no tener que enfrentar la situación”.
A lo largo y ancho de 18 años de trayectoria estudiando y tratando esta aversión, a
Liliana Aróstegui, no le queda duda de que “el factor paradigmático generador de la
inseguridad se centra en no tener el control, la claustrofobia y el gran desconocimiento
de la industria de la aviación, las tripulaciones, el clima y todo lo que rodea a los
aviones”, caldos propicios para crear fantasías pesimistas y desastrosas.
Estos oscuros horizontes los revive frecuentemente Gari, quien una vez en el aire, le
“asustan los rumores, los cambios de potencia en los motores, la impresión de que
todo se apagará y que viene una eventualidad grande y hasta la incertidumbre de
no saber lo que está ocurriendo, principalmente, en aquellas líneas donde el piloto
no habla ni para dar la bienvenida a los pasajeros”, admite.
Pista catastrófica.
Difícil de disimular porque sus síntomas físicos incluyen
“palpitaciones, sudoraciones, náuseas, dolores abdominales, temblores, calambres,
entumecimiento y contracturas”, según describe Aróstegui, las víctimas de este
pavor también se enfrentan a una zozobra emocional evidenciada por “la pérdida
de control, confusión, sensación de muerte, indefensión y una ansiedad anticipatoria
que genera aprehensión los días previos al traslado luego de comprar del boleto”.
Precisamente ese estrés atormenta a Gari, quien una semana antes de cumplir su
itinerario se torna muy irritable, “hasta el punto que no se me puede hablar. Una
noche antes no duermo y el día del periplo me despido de mis familiares con la
sensación de que no los veré más”.
El exagerado pánico ha llevado a Pereira a dar marcha atrás en la puerta de
embarque. Según confiesa, “más de una vez en los vuelos con trasbordo he
tenido que llegar a pernoctar en otra ciudad, perder el dinero del pasaje y
comprarme uno nuevo en tren para el siguiente día”, lamenta.
Boleto reparador.
Aterrizar en las pistas de la seguridad requiere, principalmente,
de disposición. Para la consultada, es vital “no cancelar, posponer un vuelo o
bajarse de un avión”, ya que cualquiera de estas reacciones sólo provocan un
alivio momentáneo, que no tardará en desencadenar “un autoreproche, la visión
negativa de sí mismo y una consecuente disminución de la autoestima”.
Para ella, la mejor vía de superar el trance es enfrentándolo grupalmente, lo que
no invalida el hecho de encararlo individualmente, acota tras ilustrar que en la
institución que dirige “solemos hacer dos cursos mensuales integrados por 12
participantes, pero además hemos activado el servicio de manera virtual para
las personas que están distantes de Argentina”. Aróstegui sostiene que la terapia
inicia con una buena dosis de información racional brindada por el piloto, etapa
que “tiene un peso muy importante porque ayuda al tratamiento cognitivo de los
miedos, gracias a la absorción de conceptos que permiten corregir las distorsiones
de pensamiento relacionadas con el avión o el acto de volar”.
En una segunda fase, el programa de recuperación se enfoca en “enseñar a registrar
el cuerpo, los pensamientos y las emociones trabajando con la respiración, la
relajación, la visualización y los ejercicios de meditación, que se comportan como
recursos de auto asistencia a aplicar tanto en la experiencia aérea como en la vida”,
receta que concluye con un vuelo asistido por Aróstegui.
Para Pereira, las “millas” de intentos para esfumar su desconfianza le
permiten plegarse a la visión de la entendida argentina relativa a las ventajas
de las “técnicas de relajación”. Como adicional opción, propone “escribir,
una semana antes, una lista de pensamientos malos y cosas trágicas que el
afectado considere que pueden llegar a ocurrir y, una vez plasmadas, tirar
el folio en la basura”, proceso a repetir diariamente. Una vez transcurrido el
viaje, la persona se dará cuenta “que aquellas supuestas tragedias no eran
más que figuraciones negativas”.
Si de rituales beneficiosos se trata, Gari reseña que se ayuda “con
ansiolíticos, manzanilla y una psicoterapia de la tripulación”, antídotos
complementados con “una visualización del destino, porque me encanta
conocer nuevos sitios”, al punto de no permitirse que una fobia la prive
de esa dicha.
En cuanto al uso de pócimas farmacéuticas para difuminar nervios, Aróstegui
recomienda “ansiolíticos, pero no en todos los casos”. Enfatiza que muchos
pacientes “se niegan a medicarse”, así que será necesario “evaluar cada
problema en particular”, ya que estos fármacos “pueden resultar de gran
ayuda para superar la situación a un menor costo emocional”.
Finalmente propone “no autorecetarse, como tampoco utilizar hipnóticos o
inductores del sueño”, porque estas estrategias “dejan a la persona con menor
respuesta corporal ante una eventual evacuación”, concluye.