Lo obvio, muchas veces se nos pasa por alto.
“¡Me agarró una turbulencia!”. “Sentí que nos caíamos”. “Pienso que estoy suspendida/o en el aire”. “No sé cómo puede volar algo tan pesado”. “Cuando veo toda la gente que sube y pienso en el equipaje y el combustible, me aterro”.
Todos estos pensamientos y juicios acerca de uno mismo y del avión se gestan en la mente y suelen creerse como si fuesen verdades absolutas. La narrativa de cada uno tiene esa cualidad. Es creíble, y cuestionarla es difícil si falta información adecuada.
El que vuela es el avión. Está diseñado para soportar turbulencias leves, moderadas y fuertes. Es muy común que nos mimeticemos con el medio de transporte que utilizamos. También solemos decir “me chocaron”, ¿no es cierto? Rara vez decimos “han chocado mi auto”. Pero es el auto el que soporta el golpe.
La turbulencia es incómoda, pero si sabemos que el avión está hecho para soportarla y que la tripulación está entrenada para cuando se presente, la percepción de ese movimiento puede ser muy distinta. Más allá de que a uno no le agrade, no la elija y no la desee.
Tenemos que aprender a diferenciar entre lo que pensamos y sentimos, y tomar conciencia de que ello incide en el cuerpo con falsas señales de peligro como taquicardia, sudoración, temblores, dolor de panza o cualquier otra. Estas alarmas físicas son creadas desde la propia mente a partir de la percepción, y saberlo ayuda a transitar el viaje con otra tranquilidad: se aprende a no dar crédito a esas sensaciones corporales.
Lo mismo ocurre con los juicios acerca del peso, el combustible y toda la operación.
Es imposible lograr que la mente no piense y opine; lo que se puede aprender es a cuestionar con información veraz esos pensamientos. Se puede decidir quedarse aferrada/o a ellos o bien reconocerlos y dejarlos pasar.
El desafío es decidir evolucionar en la manera de usar esa narrativa, que no es más que lo que la mente se cuenta a sí misma a partir de otras experiencias personales o de las experiencias de otros.